domingo, 3 de noviembre de 2013

Aquí siempre duele y escribo.

Tenía diez años y llevaba el pelo como las actrices francesas. Los dientes tan desordenados como el flequillo y una mirada que se inventaba otros mundos porque pensaba que nadie me quería lo suficiente en este.

De ese viaje recuerdo una iglesia y un jardín lleno de verde y de Lisboas. Mi infancia es Portugal en vacaciones, subirme a las farolas y a las estatuas, perder carteras y encontrar prendedores en los portales.
Fui todo lo feliz que se puede ser cuando la vida ya te viene tatuada de fábrica. Nunca me rompí un brazo, y eso que me esforcé corriendo cuesta abajo para que la caída me volara los huesos. 
Ahora me doy cuenta de que esa sonrisa de mi padre era una obra de arte. Ahora sé que hay veces que solo quieres llorar porque no puedes expresar lo orgullosa que te sientes de una persona.
Y aún así daría lo que fuera por poder sanar los ojos esqueléticos de mi madre a base de besos que se recargan con vasos de leche.

Creo que me olvidé de ser una niña y de sonreír en las fotos cuando me empeñé en dejarme crecer el pelo.