jueves, 11 de julio de 2013

Murra y otras vidas marítimas

Aquí tenéis la segunda parte acuática de Murra, para leer la historia desde el principio: clic, clic, clic

(ojalá os guste)

Qué colección de callejones sin salida, qué forma de enamorarse de los canalones sin gloria. Qué manera de dejarse las pestañas en el mar.

Al amanecer, Murra enroscó sus pies descalzos entre las redes para deshacerse de los jirones de niebla, de las cintas de escarcha. En el puerto los barcos parecían beberse la vida a sorbos y Murra se sentó en el suelo a contarlos. Se preguntó si los peces también hablarían con los capitanes para decirles cuántos sueños dormían bajo su casco y sonrió sin quererlo. Tres gaviotas buceaban en los resquicios del oxígeno marítimo de principios de marzo y Murra se miró las manos para ver las palabras que había pescado la noche anterior. "Clavícula" fue la primera, pero se encargó de llamar a otras muchas.  "Ninfa", "náyade", "azul", "caracol", "destello".

Ya no había semáforos estallando abajo, por atrás del lago y las ranas y un par de calles que llevaban a ninguna parte, en la ciudad vieja. Así que Murra comprendió que había llegado el momento de posar sus tesoros sobre los párpados de algunas personas que minutos antes aún dormían.

Depositó "clavícula" sobre los hombros de una colegiala que se raspaba los muslos encaramada a la tapia. "Ninfa" se la regaló a un viejo marinero que hacía volar las piedras del suelo sin importarle si tenían forma de príncipe o no. Vio a un chico arreglando los destrozos de las botellas nocturnas en las señales de la carretera y le puso todas las sílabas de "náyade" sobre la sonrisa cansada. Escuchó cómo rebotaban sobre el empedrado los saltos de un niño con ojos de mar y boca de luna y decidió que su palabra de hoy era "azul". Continuó deambulando por la ciudad vieja, sin preocuparse de los semáforos en paro, hasta que un par de gatos se le subieron a los talones y le tiraron del mandil de cuadros. Y entonces supo que era necesario enrollarles la lengua en unas letras para que no les diera miedo el tráfico de la hora punta y les dejó "ca-ra-col" entre los bigotes y las naricitas pecosas.

Murra se revolvió de nuevo los dedos para despegarse de la última palabra que había pescado. "Destello". La fue espolvoreando en cada farola, dejando un poquito aquí y allá, allende las baldosas, hasta que solo le quedaron unas cuantas letras deshechas que lanzó al aire. 

Regresó al puerto, esquivando las esquirlas que habían dejado los semáforos y permitió que la arena trepara sobre su ropa y se lavó las manos sin tinta en el agua helada. Y cuando estuvo segura de que los barcos nadaban demasiado lejos para verla, se zambulló entre las olas para bailar de espuma sus ojos negros. Los peces se encargaron de hacerle cosquillas en los pies para apuntar sus dos mil cuatro sueños y sus treinta y siete meses y ochenta y un días (sin sentido, claro, pero tan bonitos que duele mirarlos y no ahogarse en ellos).